viernes, 4 de febrero de 2011

Ortega con perspectiva


José Ortega y Gasset fue un burgués madrileño de abuelo gallego que estudió en Bilbao. No cabe duda de que conocía bien la España invertebrada.
Fue profesor numerario de Psicología, Lógica y Ética, lo que parece casi vulgar si pensamos que en 1910 gana por oposición la cátedra de Metafísica de la Universidad Central. Cómo se llega a ganar una oposición de Metafísica es un misterio al que sólo aporta luz Woody Allen cuando dice que aprobó su examen de la asignatura "mirando en el alma del chico de al lado".

Ortega fue uno de los creadores de la teoría del perspectivismo, una doctrina filosófica que sostiene que toda percepción e ideación es subjetiva. Cada individuo mira desde un punto de vista concreto, en una dirección propia. Esto no reduce la visión del individuo al subjetivismo, ya que según Ortega cada persona tiene su propia forma de acceder a la realidad, su propia verdad, que no tiene porqué coincidir con la de los demás. Esta visión tal vez explica el lúcido análisis orteguiano del nacionalismo catalán que desarrolló en su célebere discurso en las Cortes en 1932.
Es una cuestión de Perspectivismo idiota (sin coma):

Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles.
Yo quisiera, señores catalanes, que me escuchaseis con plena holgura de ánimo, con toda comodidad interior, sin ese soliviantamiento de la atención que os impediría fijarla en lo que vayáis oyendo, porque temierais que, al revolver la esquina de cualquiera de mis párrafos, tropezaseis con algún concepto, palabra o alusión enojoso para vosotros y para vuestra causa. No; yo os garantizo que no habrá nada de eso, lo garantizo en la medida que es posible, cuando se tienen todavía por delante algunos cuartos de hora de navegación oratoria.
Nadie presuma, pues, que yo voy a envenenar la cuestión. No; todo lo contrario; pero pienso que, sólo partiendo de reconocerla en su pura autenticidad, se le puede propinar y a ello aspiro, un eficaz contraveneno.
Vamos a ello, señores.
Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar.
¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo apuntase la respuesta, porque debía ésta hallarse en todas las mentes medianamente cultivadas. Cualquiera diría que se trata de un problema único en el mundo, que anda buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia, cuando es más bien un fenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque se ha dado y se da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan conocido y tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un nombre técnico: el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista.
No temáis, señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco, doloroso para todos. ¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades.
Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos.

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