viernes, 25 de junio de 2010

Monsiváis para la eternidad


Acaba de morirse Carlos Monsiváis, uno de los escritores e intelectuales (¿es este el orden correcto?) más lúcidos y brillantes del mundo. Era un genio que aborrecía serlo, escritor vibrante y transparente, pensador astuto y profundo. Un grande de verdad. El hecho de que fuera mexicano debería ser lo de menos, pero acaba siendo lo de más: el pertenecer y permanecer en un país proscrito y alejado de los ámbitos de influencia anglo y eurocentrista le relegaron a un inadmisible anonimato fuera de su país. Especialmente triste resulta que en la madre patria de su lengua apenas nadie supiera de la existencia de este "cronista de nuestras desventuras y prodigios, más de las primeras", como dice Sergio Pitol. Tampoco es una sorpresa, se trata del mismo país en el que una Belén nosequé debate en prime time sobre el poso cultural de Gran Hermano.
Es cierto que Monsiváis será recordado sobre todo (por encima de su militancia gay, su reivindicación de la cultura popular, su izquierdismo anti-dogmático, su cinefilia o su incomprensible y muy publicitado amor a los gatos), como el más brillante observador y cronista de México y el mejicanismo. Un acerado comentarista de los engranajes culturales de la sociedad de su país y un sagaz diagnosticador de las enfermedades crónicas que lo resquebrajan. Aunque odiaba pontificar- siempre fiel a su personaje displicente, irónico y transgresor- Monsiváis da las claves para entender las relaciones de dependencia y sumisión entre clases y jerarquías que mal vertebran los estados fallidos. Es decir, todos los estados.

Y los regímenes emanados de la Revolución Mexicana engendraron las nuevas reglas de juego ("Todo a su tiempo pero el tiempo me nombró su único representante") y el país engendró las masas que lo fueron poblando (a veces exhaustivamente) y el Estado engendró las causas del resentimiento y la disidencia y las explicaciones memorizables de gratitud y la iniciativa privada engendró, entre otros rumores, los de su enemistad con el Estado y su conversión en alta sociedad y la nació engendró premios, honores y sitios de reconocimiento y pocos cupieron y pocos sintieron la profunda emoción de esta noche pero a todos se les llamó corruptos, incluso a quienes no solicitaron entrada y prefirieron la militancia, la marginalidad o la confusión. Y Don Porfirio (que cada día se parece más a Buda) y las estatuas de marfil con el nombre de quien develó la placa y el multitudinario poder retentivo del primer peldaño de la pirámide y las víctimas a pesar suyo y los indiferentes a pesar suyo y los verdugos a pesar nuestro y la crisis económica ataviada como paréntesis entre dos prosperidades y el vacío de poder lleno de solicitudes de empleo y algunos personajes respectivamente llamados por ejemplo Agustín Lara, David Alfaro Siqueiros, Fidel Velázquez, José Alfredo Jiménez, Irma Serrano, Salvador Novo, o Isela Vega se han ido integrando en un solo haz que, por darle algún nombre, puede llamarse realidad, Gran Familia Mexicana o lo que sea su voluntad... y, así las cosas, cunden no sin escepticismo o desánimo, los preparativos para homenajear a la Empresa y modernizar el escenario en donde -- mientras no dispongan otra cosa las masas organizadas -- hagan su debut otras figuras y otras situaciones, variantes y subsidiarias de la ya ruinosa estabilidad.

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¿Humaniza la lectura? La pregunta es una trampa heredada del tiempo de la superioridad indiscutible de los letrados y, de manera más enfática, del clasismo de las élites, que se burlan de los analfabetos porque éstos no logran, como sí lo consiguen quienes los desprecian, renunciar al placer de la lectura. Y si los que se abstienen no se deshumanizan, los lectores tampoco se humanizan por el mero hecho de serlo, porque la ventaja de frecuentar lo impreso no consiste en la superioridad sobre los demás (imposible de obtener por un mero ejercicio óptico), sino en el cambio interno; en la certeza de que uno ha sido mejor que de costumbre mientras lee, y volverá a remontar algunas de sus limitaciones cuando recuerde lo leído. Así por ejemplo, en materia de clásicos —de El Quijote a Cien años de soledad, de la Divina Comedia a Residencia en la tierra— sólo sus frecuentadores están al tanto de lo que se habrían perdido de no hacerlo. Y allí radica su gran ventaja: en la celebración del tiempo ganado.
Ejemplifico de mala manera las maniobras de la superioridad instantánea de quienes dicen leer sobre quienes manifiestamente no lo hacen. En 2001 el presidente de México, Vicente Fox, fue al Segundo Congreso de la Lengua en Valladolid, España. Al leer su discurso habló del gran escritor José Luis Borgues. El mundo ilustrado le cayó encima y aún persiste la burla, originada en un 99% entre personas que jamás han leído a Borges, ni tal desmesura se proponen. Algo parecido a ser moderno a costa de la edad media. Y don Vicente Fox coronó el episodio meses después. Al preguntársele por las críticas recibidas, comentó: «Bueno, me atacaron muchísimo porque no supe decir el nombre de un escritor. Pero cualquiera puede cometer un lapsus bilingüe».

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