jueves, 12 de agosto de 2010

Las palmeras porteñas de Faulkner

La edición hispana de la novela de William Faulkner Las Palmeras Salvajes es realmente insólita. Una suerte de 2x1 literario que tiene algo de All-Star cultureta, ya que la obra del Nobel americano está traducida por Jorge Luis Borges.
Nada menos.
Por supuesto la lectura no tiene desperdicio. Leer al críptico Faulkner pasado por el tamiz barroco de Borges es toda una experiencia. A fin de cuentas estamos hablando de dos de los más grandes de la historia de la Literatura, por lo que leer Las Palmeras salvajes en argentino borgiano es algo así como escuchar una versión de Ne me quiittes pas en un concierto de Elvis en Las Vegas circa 1972.
Pero, claro, no a todo el mundo le gustan las lentejuelas. El escritor y académico español Javier Marías, gran admirador de Faulkner, dice que la traducción de Borges "es malísima". Sin complejos.
Tal vez al académico (en todos los sentidos) Marías le pesen aquellas provocadores palabras del argentino universal: "El español es un idioma muy fácil. Los únicos que no lo hablan bien son los españoles, confunden el dativo con el acusativo y son incapaces de pronunciar la palabra Madrid".
Borges era un tocahuevos, pero para él debió inventarse la palabra Genio.
Y de esos, Javier Marías, no estamos muy sobrados aquí en Madrí. Perdón, Madriz.

Las Palmeras Salvajes versionada por Jorge Luis Borges:

Así cada día dejaba el departamento a la hora acostumbrada y se sentaba en su banco en la plaza hasta el momento de volver. Y una vez al día sacaba la cartera y miraba la tira de papel en la que llevaba cuenta de la merma del dinero, como si esperara cada vez que la suma hubiera cambiado o que la hubiera mirado mal la víspera, encontrando que no era así -las cifras netas, los 182 dólares menos 5 ó 10 dólares, con la fecha de cada resta; para el día de pago no habría con qué pagar el trimestre de alquiler el primero de septiembre. A veces sacaba el otro papel, el cheque rosa con su letrero perforado: Sólo trecientes dólares. Había algo de ceremonioso en ello, como la preparación del adepto a su pipa de opio, y después, cuando renunciaba a toda realidad como el fumador de opio, inventaba cien maneras de gastarlo, alterando los varios componentes de la suma y sus compras equivalentes aquí y allá como un rompecabezas, sabiendo que esto era una forma de masturbación (pensando: porque estoy aún y probablemente lo estaré siempre, en la pubertad del dinero), que si fuera posible cobrar el cheque, y usar el dinero, él ni siquiera se atrevería a jugar con la idea.

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